”Esos ojos espantados últimamente están
en todas la caras.” Betina Keizman, Los
restos
Los
restos de Betina Keizman (Ediciones Alquimia, 2014) es uno de esos libros
que te imponen una lectura lenta, como obstaculizada. La prosa es compacta y el
mundo que se va desplegando a través de las palabras, no es uno en el que
querrías vivir. Sin embargo, se instala en mí y no quiero que se termine.
Mirta, la protagonista, se mueve por ese mundo con la inevitabilidad con la que
vivimos. Pero sabemos que no siempre fue así. Antes de que las hordas lo
tomaran, era un mundo en el que todavía se podía tener una huerta por el mero
placer de trabajar la tierra o de jugar a obtener nuevas variedades de flores.
Al iniciarse la novela, Mirta y su hermano deciden dejar la huerta e irse a El Centro. El boleto de entrada: ceder un órgano o prestarse a un experimento
desconocido.
Es un mundo en disolución el que nos
presenta Keizman, uno en el que los cuerpos no valen más que las cosas que han
perdido su valor. Objetos y pedazos de objetos que han tenido una utilidad, que
han sido parte de una forma de vivir que ya no es. Montañas de restos hediondos
y putrefactos que asoman como recuerdos de otro tiempo. Es justamente el olor
lo que llama más mi atención, porque hace que los restos adquieran una
materialidad imbatible. Cuando dejo de leer, me descubro oliéndome las manos,
buscando algo de ese olor en ellas.
Me lo imagino filmatizado, con una
estética como la de La Sonámbula (1998) de Federico Spiner.
Distancia
de rescate de Samanta Schweblin (Random House, 2014) es al revés. Te
lleva hacia adelante como de las narices. Es de lectura rápida. Normalmente, no
me gustan los libros que me impulsan así a la próxima página y a la próxima,
pero este me atrapa por su manejo del lenguaje. Es que Schweblin logra combinar
la tensión de la narración, un hilo argumental fuerte y un manejo del lenguaje
casi poético. Acá hay una niña que habla en primera persona del plural y un
niño llamado David pero de identidad incierta que, dirigiendo el diálogo con
Amanda, lleva la historia hacia adelante. Son niños extraños que me recuerdan a
los de Silvina Ocampo o los de Cristina Peri Rossi.
Acá también aparece el olor, pero de una
manera más soslayada. Es el agua que huele mal al principio, cuando Nina y su
madre, Amanda, llegan a la casa de veraneo. También las manos de Nina huelen
mal cuando se levanta del pasto y se siente la cola del pantalón mojada.
La distancia de rescate, explica Amanda,
es “esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso
la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería”. Pero no basta, porque es la naturaleza la que está envenenada.
La amenaza está en el agua, en los cultivos de soja, en la tierra. Aunque también la maternidad se vive como algo amenazante, como una carga que en cualquier momento puede estallar. ¿Dónde está realmente la amenaza, afuera o adentro?
Ambas novelas se podrían leer en diálogo
con el género de literatura post-apocalíptica –aunque más la de Keizman que la de Schweblin. Ambas, si bien muy diferentes
en su estilo, tienen un manejo impactante del lenguaje.