Otro día lluvioso y de 17-18 grados en este
verano de identidad incierta. Entre el gris y la quietud más bien otoñales,
una frase del pasado repica en mi conciencia:
Los suecos aman el sol.
Es una frase en apariencia insignificante.
Una oración aseverativa afirmativa, compuesta por un sujeto, un predicado y un
objeto directo y por vocablos que se encuentran bien plantados en su sentido
literal y que difícilmente abren a una lectura simbólica. No hay fuerza poética
posible entre la mayúscula y el punto. Es uno de esos típicos enunciados
generalizadores que se lanzan, sin temor a reproducir estereotipos, para
describir la idiosincrasia de un pueblo o de una nación. Y sin embargo, es una
frase que me ha acompañado ya treinta años, como una voz, un locutor en mi
cerebro, un mantra:
Los
suecos aman el sol.
La primera vez que la leí fue en la sala de clases
en la casa de Emilio Stevanovich, en un departamento de fin de siglo en el barrio
de Palermo. No recuerdo la calle, pero el nombre de Lafinur se me aparece como
queriendo hacerse notar. Una búsqueda en Internet me informa que Stevanovich
vivía en el legendario Palacio de los Patos, construido en 1929, pero si bien
puedo reproducir en mi imaginación ese edificio gigantesco que ocupa casi una
manzana entera cerca del Zoológico, no tengo recuerdo alguno de haber
entrado jamás en uno de sus tantos departamentos. La información no me aclara mucho,
más bien me confunde y pone en duda esas habitaciones del fin de siècle que creo recordar. Sin embargo, quiero confiar en la sensación de espacio
y de solemnidad que acompañan a estos detalles temporales y de ubicación.
Entrar a ese departamento, donde quiera que estuviera, era entrar a un espacio
silencioso y bastante tenso en el cual Stevanovich era el monarca: un hombre
que quizás tuviera unos 60 años por entonces y que se movía rodeado de un aura
de cosmopolitismo e intelectualidad que me fascinaba e intimidaba. Esto último
también por su rostro como de ídolo, serio e inamovible, y la impaciencia
fácil.
Era un curso de intérprete simultánea entre
castellano e inglés. Stevanovich tenía una excelente reputación de buen maestro
y además contaba con la experiencia de haber sido intérprete en la ONU y en
otros puestos oficiales. Lo que no sabía entonces, o al menos no recuerdo
haberlo sabido, es que era un crítico de teatro muy importante y que había
tenido programas de radio de música y de teatro desde los años 60. (Hoy muchos
lo recuerdan con admiración y agradecimiento, aunque en ningún lugar encuentro
su fecha de nacimiento y en general, no encuentro fechas de los programas
radiales que dirigió o en los que colaboró.)
Era el año 1985 y yo tenía 21 años. Mi
adolescencia había transcurrido en un colegio inglés durante los años de la Guerra Sucia. Mis primeros años de universidad fueron en Medicina de la UBA
(Universidad de Buenos Aires) durante el final de la dictadura pero en 1986 yo
todavía tenía la mirada enturbiada por el miedo y la desinformación y mi forma
de rebelión era vestirme de negro y leer poesía surrealista. Sin embargo, hoy no
puedo pensar la Buenos Aires de esa época sin incluir todo lo que había pasado
antes, todo lo que veníamos arrastrando. Y dado este contexto, resalta la frase, tan
desprovista de todo aquello, tan desconectada de la historia que iba prendida a
mi sombra por las calles de Palermo, caminando hacia lo de Stevanovich con mis
cuadernos a cuestas y los ojos llenos de cajal negro y rimmel.
Los
suecos aman el sol.
(Y nosotros, los argentinos, ¿no? ¿Qué amamos
los argentinos?)
El texto que empezaba con ella –uno de los
muchísimos ejercicios de traducción al inglés que nos tocó hacer– era una
semblanza sobre los suecos (no los noruegos, ni los fineses) y la falta de luz
con la que conviven gran parte del año. Pero si esa frase quedó para siempre
retumbando en mi memoria, tanto el autor del artículo como el resto de sus
formulaciones, acaso más elaboradas, se han borrado. Sí recuerdo que me hacía
imaginar unas personas que en medio de cualquier actividad cotidiana, en
cualquier esquina y de manera compulsiva, ante la mera presencia del sol, se
sacaban la ropa exponiendo la mayor cantidad posible de piel a sus rayos. Esa
imagen me resultaba cómica y me alejaba de los solemnes personajes de Bergman.
Es que en aquel entonces, yo no sabía casi
nada de “los suecos”. En realidad, lo único que conocía era a través de las
películas de Bergman que veía en la cinemateca de la Hebraica o en el San
Martín. Sin embargo, no pensaba los personajes de Bergman como “los suecos”,
personas de carne y hueso que van a trabajar o van al colegio, que andan por las
calles, que hacen las compras, pagan las cuentas… Los dramas de Bergman,
pasaban por otro lado. A pesar de esa lengua incomprensible a la que solo
accedía por los subtítulos en castellano, me llevaban a un espacio existencial,
como una especie de universal hegeliano.
Poco imaginaba entonces que, como el narrador
de “Axolotl” de Cortázar, un día yo también sería una de ellos. Y que esa frase,
retumbando dentro mío era un adelanto de aquella transformación.
Porque los suecos amamos el sol y si el
verano no lo trae en cantidad suficiente, andamos llorando por los rincones
como cronopios.