Amo mis libros, y sobre todo, mis libros de poesía. Algunos, ahora ajados y amarillentos, cruzaron el mar
conmigo aquella vez. Llegaron en un baúl junto con mis diarios y unas poquitas
cosas más. Sí, para cruzar ese mar era necesario un baúl, aunque el viaje fuera
en avión.
Mis primeros libros de poesía. Muchos comprados en Plaza Italia, Parque Centenario, en
alguna librería de Corrientes, fines de semana en los que andaba mucho sola por
la Buenos Aires de los 80. Una ciudad que levantaba la cabeza y volvía a
respirar. Yo, la flaneur. La que soñaba con ser poeta. Soñaba y leía. Y
confiaba demasiado en la inspiración. Libritos de Capítulo, de editorial
Losada, Lumen, editorial Argonauta, Libros Tierra firme, Compañía General
Fabril Editora. Una colección llena de huecos, armada por lo que iba cayendo en
mis manos o por pistas que iba siguiendo hasta a veces dar con ellas. En ese
entonces amaba el objeto libro no por su aspecto estético -muchas de estas
ediciones lo prueban- sino por lo que había entre sus tapas: las palabras sobre
la página, las promesas.
Como la concha marina lleva en su
interior el ruido del mar, estos libros guardan el olor a humedad de aquella
ciudad, la primera. Basta con acercártelos a la nariz para que ese aire pegajoso,
ese riachuelo, esas manchas en los cielos rasos te envuelvan como una carpa. O
como un útero. O como ese lenguaje que está antes de la lengua y que es lo más
uno que hay, lo más carozo.
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